* Compendio del Catecismo
Introducción
El último tramo del curso de Catequesis lo dedicamos a la oración. La oración debería ser -como la respiración, como el pulso o latido del corazón- una cosa normal, connatural, en la vida de cada hombre. De hecho, la primera reacción de la criatura humana cuando descubre a su creador -como sucede con el padre y la madre en el infante- es llamarle, hablarle, comunicarse con Él, tratarle. Y eso es la oración: hablar con Dios, a quien reconocemos como nuestro Señor, al que debemos todo y a quien, por tanto, hemos de mostrar reverencia y agradecimiento, al tiempo que le exponemos nuestras necesidades y le pedimos perdón si no hemos correspondido a su amor providente y misericordioso.
Alguien ha dicho que “nunca es más grande el hombre que cuando está de rodillas”, significando que orar es una obligación para la criatura, al tiempo que nos eleva a la dignidad de contertulios que dialogan con Dios, el Creador del universo y fuente de todo bien.
Ideas principales
La oración es una cosa tan grande que tenemos el peligro de rebuscar una definición solemne y sorprendente. El viejo catecismo dice con toda sencillez que “orar es hablar con Dios”. Y, en efecto, si una persona se pone a hablar con Dios -con palabras o sin palabras-, movido por la fe, la humildad y la confianza, está haciendo oración. San Juan Damasceno dice que es “la elevación del alma a Dios”, lo mismo que Santa Teresa de Jesús que, para explicar la oración, escribe aquella frase tan bella: “Tratar de amistad con Dios, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama”. Quedémonos, pues, con esta idea: orar es hablar con Dios; o si se prefiere, “un diálogo con Dios, un diálogo de confianza y de amor”, como quiere Juan Pablo II, con el fin de adorarle, darle gracias, implorar el perdón y pedir lo que necesitamos. Hablar con Dios, que es Creador y Señor nuestro, igual que hablamos con los padres y amigos.
La oración es el resultado del conocimiento y reconocimiento de Dios, Creador, y del conocimiento y reconocimiento de la criatura.
El conocimiento de Dios se adquiere -aunque sea de forma confusa- a medida que se van desarrollando los conocimientos, pues necesariamente advierte el hombre que depende de otros. No es él quien se ha dado la vida, se la han dado; y otro tanto ocurre con todo lo que necesita. A poco que colaboren los padres y los educadores, el niño descubre a Dios con facilidad. Por eso los niños rezan tan bien; los que no rezan o rezan menos bien son los mayores, que se vuelven egoístas y orgullosos y piden razones a Dios. Y lo mismo que habla con sus padres y les llama y les pide lo que necesita, y les besa y les abraza, así necesita manifestárselo a Dios; y como a Dios no se le ve, las expresiones de cariño se hacen oración.
Por otra parte, y correlativamente, al conocerse a sí misma, la criatura humana sabe de su limitación y de sus necesidades, que abre a Dios en la oración para que las solucione o nos ayude a solucionarlas.
El Antiguo Testamento presenta el ejemplo de los grandes patriarcas, que fueron hombres de oración: Abrahán, Jacob, Moisés, David y los profetas; hablaban con Dios como con un amigo. Los Salmos son obra maestra de oración de los hombres del Antiguo Testamento, y siguen siendo pieza fundamental de la oración de la Iglesia. Ahí volcaron sus necesidades y su esperanza, que miraba sobre todo a la venida del Salvador, tan anhelada y suplicada.
El Verbo encarnado, Hijo único de Dios, hace entrar a sus discípulos en la intimidad del Padre con el Espíritu Santo, siendo modelo perfecto de oración. Él enseña a tratar a Dios con el ejemplo y con la pedagogía de una instrucción precisa: “Padre nuestro…”
Al cabo de los años el cristiano se convence de que lo importante es orar; y con esa experiencia sabe -si no lo ha sabido antes- que la Iglesia vive en oración, que existe para orar. Así se comprende la importancia de la oración -la inestimable ayuda de las almas que rezan- y la necesidad de intensificar cada uno el trato con Dios. Por otra parte, es el Espíritu Santo el que suscita en los cristianos la vida de oración, tan rica y variada: oración de adoración, de bendición, de alabanza, de petición, de intercesión, de acción de gracias, según los sentimientos que embargan al alma cuando habla con Dios. El Espíritu Santo es el maestro de la oración cristiana.
Para descubrir y recorrer la senda de la oración que agrada a Dios, la Virgen va por delante y nos ayuda para que sea un camino seguro. Ella rumiaba los acontecimientos en su corazón, dice San Lucas, en continuo diálogo interior con Dios; Ella nos enseñó a orar con aquel fiat (hágase) fundamental, y con el magnificat (su himno de humildad y reconocimiento); Ella introduce al trato con Jesús, como en Caná: “Haced lo que Él os diga“; y Ella inauguró la oración de la Iglesia tras la partida de su Hijo al cielo, reunida con los Apóstoles en el Cenáculo, cuando “perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con María, la Madre de Jesús” (Hechos 1, 14). Debemos tomar ejemplo de Ella, que es nuestra Madre.
Propósitos de vida cristiana
Un propósito para avanzar